Símbolo del Día de Muertos, el cempasúchil combina raíces indígenas, fe católica y una profunda conexión espiritual con los difuntos. Sus campos en Puebla marcan el inicio de una de las tradiciones más queridas de México.
Cada octubre, los campos de Atlixco, Puebla, se tiñen de un intenso tono anaranjado cuando florece el cempasúchil, la flor emblemática del Día de Muertos. Su aroma inconfundible y su resplandor dorado no solo anuncian la llegada de la celebración, sino que, según la tradición, guían el regreso de las almas hacia los altares familiares.
Con cuchillos curvos y jornadas que inician antes del amanecer, los productores cortan cuidadosamente las flores, eligiendo las más frescas y vibrantes para adornar ofrendas, panteones y caminos espirituales que conectan a los vivos con sus seres queridos fallecidos.
“Este año se sembraron más de trescientas hectáreas de cempasúchil, lo que garantiza el abasto”, explicó Lorenzo Díaz Ortega, floricultor de Atlixco. Agregó que la demanda crece cada año, con compradores que llegan desde Hidalgo, Michoacán, Oaxaca, Chiapas, Sonora y Quintana Roo, entre otros estados.
De acuerdo con las autoridades estatales, Puebla concentra el 72% de la producción nacional de cempasúchil y terciopelo, consolidándose como el líder floricultor del país en esta temporada.
El cempasúchil —nombre derivado del náhuatl cempohualxóchitl, que significa “flor de veinte pétalos”— es endémico de México y cuenta con más de 56 especies distribuidas a lo largo del territorio. Su color amarillo, oro o naranja representa al sol, símbolo de vida y esperanza en las culturas prehispánicas, que creían que su luz guiaba a las almas en su retorno al mundo de los vivos.
Con una vida efímera de hasta cuatro meses, esta flor se convierte cada año en un puente entre el pasado y el presente, entre la memoria y la celebración. En cada pétalo, en cada aroma, el cempasúchil mantiene viva la esencia de una tradición que une a todo México en un mismo sentimiento: honrar la vida a través del recuerdo.




